Love is a spark lost in the dark, too soon, too soon.
Speak Low, que escribió Ogden Nash, que cantó Billie Holiday, en remix de Bento.
Coming to break you off! I’m coming to break you off! Coming to break you off! Off! Off! Me instalé en el iPod la selección de remixes. En random. El original de The Roots se repetía a veces, aunque ese día precisamente –no siempre- la versión de Physics Bootleg era mi preferida. Trepidante. Sólo así ensordecida dentro de un flow circular pudo cortar transversalmente mi cuerpo la muchedumbre atravesada en Houston y Broadway, a la salida del subway. En todas sus versiones, Coming to break you off. No escuchaba nada más allá de las rimas. Como si el mundo afuera permaneciese ágil pero mudo y dentro de mí toda la música posible. El beat haciendo andar las piernas, ordenando inapelable desde la más recóndita célula. Podía ser lo mismo New York que Dakar. Iba el cuerpo solo. Breaking. Incluso sin tener muy claro qué romper. Sabe bien mi cuerpo sin embargo que si atravesaba en diagonal la gasolinera encogía camino a Prince. Pero yo no sabía. Sólo mi cuerpo. Lo seguía. El ritmo en los oídos en la sangre y el cuerpo navegando sin querer dejándose arrastrar hasta la esquina de Prince con Crosby. Ahí está el Savoy, un pequeño restaurante con su barrita y la carta de vinos que me gusta pero que en realidad no está en New York. Ni en Dakar. Tampoco en Madrid.
Yo sugerí el encuentro. Recuerdo. No hay entonces error de orientación. Fui yo quien dio cita en el lugar discreto, pequeño, smooth, smooth, cerca de todo, o al menos de todo lo que me pueda interesar. ¿Para qué lo habré hecho? La música cool, para gente relajada. El rap lo traigo yo en mi cabeza, de eso nadie tiene que enterarse. Me gusta el Savoy. Un buen Bordeaux borraría la desilusión si fuese necesario. Exquisita la cena si la buena suerte nos acompañaba y de una en una las palabras se juntaban y se hiciera posible continuar a más. Debería estar relajada como la clientela del Savoy. Pero, Coming to break you off!, al salir del metro con todas las preguntas aún flotando en el aire frío de marzo, todavía no puede saberse por qué para qué hacia quién iba mi cuerpo camino a Crosby y Prince.
Durante años lo odié. Sin explicaciones. El llano odio tranquilo pero seguro cerrándose hacia el epicentro del cypher. Off! Off! Off! Tampoco imaginaba qué había pasado con él. Cabía sin embargo suponer que, 20 años escurridos, convertido Antonio en temido agente literario, no podía perder mucho tiempo conmigo y apenas me esperaría durante los típicos 5 minutos de cortesía. Por eso había llegado lo más tarde posible, con la deliberada y secreta esperanza de no encontrarlo aún acodado a la barra del Savoy. Solía aparecer más o menos tarde en todas mis citas porque, aunque ahora calzase Manolo Blahnik y desayunara bagels, pancakes, eggs and bacon en lugar de sólo croissants y café, yo seguía aplicando mi reglamentario quart d’heure parisien. Pero esta vez la tardanza contenía toda la perfidia, toda la alevosía. Cualquiera que no fuese yo habría seguido en el 6 hasta la estación de Spring y Lafayette y caminar apenas ¿cuántas? ¿una, dos calles?, sin tener que atravesar la multitud, elegantemente, en suave taconeo Blahnik, aparecer serena en el Savoy, cool. Cualquiera menos yo, empecinada en llegar tarde y con el ceño fruncido, preguntando, preguntándome por qué, y sin responder porque secretamente sabía que no habría incógnita ni respuesta, sólo deslizarse como se puede, a contracorriente, con suma lentitud, hasta lo incierto, y ahí seguir. Una vez fuera del metro en Houston me demoré aún más buscando alargar el tiempo, como si fuera elástico, obligarles a las horas a sacar voz y que lanzaran de una vez las respuestas necesarias. ¿Para qué había llamado a Antonio? ¿Por qué respondió? ¿Qué haremos en el Savoy, él y yo 20 años después de todo?
El odio que se sedimenta y el vasco Antonio era el culpable de que yo fuese quien ahora soy. Esa que cae sin fondo. De cama en cama cada vez más lejos de mí misma. Aunque tampoco supiese dónde se escondía ese “mí misma” del que había salido inicialmente. Quizás por eso estaba ahora tras Antonio, esperando descubrir las coordenadas de lo que se supone sea yo, la que ya no soy; yo detrás y dentro del churre de sábanas siempre más y más decadentes, años y años, uno después del otro. Yo bajando a mi vejez. Antonio el primero. O el último, según se mire desde adelante o por detrás. Todo es cuestión de perspectiva.
Atrás… buscaron mis labios una risa cómplice pero no había nadie para reír conmigo. Reí entonces sola. Por atrás no me gusta. No sé por qué ni recuerdo bien cuando dejé de ponerme en cuatro patas y aceptar hombres entre las nalgas.
El primero en conocer mi cuerpo de mujer, el último que me vio de niña. Me gustaría saber si recuerda este detalle. Preguntarle a Antonio si se acuerda de haberme roto el himen 20 años atrás en un hostal de la Gran Vía. ¿Qué fui antes? ¿Existirá algún fósil de la niña que fui? ¿Lo conservará en una cajita tapizada de fieltro, como un diente de leche? De repente, me paré en seco, a punto de entrar al Savoy. Suena muy raro todo esto. I’m coming to break you off… era entonces un remix smooth demasiado smooth. No encaja si recuerdo a Antonio tan bello y tan vasco. Ni siquiera sé de quién es esta versión. No parece lo que es pero nada lo parece nada es y hay que seguir adelante. Me sacudí la mente. Al final todo es un poco mórbido. No raro. Apagué el iPod. Sólo mórbido. Un himen en caja de fieltro negra. Correr y perderme. Siempre es bueno perderse. Si me pierdo no tengo que preocuparme por recordar quien fui antes. Pero ahí estaba infestada de preguntas, tentada de preguntarle a Antonio si recordaba haberme roto el himen 20 años antes una noche de principios de junio en Madrid. Yo recuerdo. La película de los Blues Brothers. Nunca los volví a escuchar. Ni por casualidad. Ni siquiera en remix. Pero entonces, pocas cervezas. La noche escasa de los tiempos equinocciales. Un club de salsa y Antonio y sus manos y su lengua y yo sin saber muy bien qué estaba pasando. Desde la oscuridad de un cuarto en la Gran Vía aún me llega cierto perfume como de almizcle que no he vuelto a oler. Salía de su piel y en medio de mi olvido aquella noche sin embargo recuerdo como lo sentía entrándome por los poros, el almizcle. Sin desearlo a él el más bello entre los hombres comienza a suceder lo que yo más quería que pasara. Antonio más bello que un Adonis. Yo no lo amaba pero ansiaba dejar de ser virgen. Tras las caricias que no puedo recordar, fue la angustia porque mi himen parecía esconderse más y más, según él me penetraba, como retrocediendo adentro. No queriendo que aquello pasara de una vez. Desesperada yo deseando solamente la rotura. El cuerpo no quería. Yo sí. Nunca pregunté qué querría el vasco Antonio.
He entrado al Savoy. Él ya no está en la barra. Sonaba un remix muy suave de alguna canción de Billy Holiday. Debería haber pedido un vino. La selección del Savoy es excelente. Ordené en cambio un vodka Martini. Speak Low, creo que pasaban Speak Low. ¿Será aún bello el bello Antonio?, me asusté. Pero I am coming to break you off. Antonio. Con Grey Goose. ¿Por qué me expulsó entonces? Todavía pegada en la memoria la rima de The Roots. A pesar del meloso lullaby de la Lady Day en remix. Break you off. Dirty? No, just two olives. Y recuerdo. Si recuerdo, de repente, sólo entonces el rapeo en mi cabeza se detiene.
Creo que cuando al fin ocurrió lo que yo quería que ocurriese suspiré, más que chillar que es lo que parece que les pasa a las chicas cuando les parten el himen, en las películas al menos. Nada de aullidos en mi primera noche. No recuerdo haber sentido dolor sino alivio. Y luego en la mañana buscaba las manchitas de sangre en las sábanas para estar segura de que había sucedido al fin, que ya era libre. Sólo quien está roto empieza a perderse, comienza a ser libre. Demasiada libertad la mía. Forzada. Yo no quería irme pero Antonio no quería verme más. Se corre más rápido siendo libre. Se corre mucho. No paré. Le di tres vueltas a Europa sin pisar Madrid. Me detuve algunos años en París, lo suficiente para madamizarme y tomar impulso para llegar hasta aquí. Con los Blahnik no se puede correr. Apenas se bajan con cierto decoro las escaleras del metro. Pero llegué.
Ay, alivio sentía ahora mientras desaparecía el martini tras mi garganta y tropezaron los labios con la última aceituna. Puedo irme ya, pensé. Antonio fue puntual. Me esperó los 5 minutos que puede un hombre apurado y vasco malgastar jugando un poco con su iPhone. Tras un whisky breve, se marchó quizás preguntándose para qué diablos lo había citado allí. Sitio de tragos caros. Si yo no había aparecido para hacerme invitar a champagne al menos, ¿para qué lo llamé? Demasiadas preguntas entre los dos. ¿Por qué se dio la vuelta, retirándose como las mareas, y al darme la espalda ni siquiera me dejó un poco de almizcle en la piel? Más valía que me marchara, presto, y que esta vez ya fuese de verdad.
Pagué mi martini. Bajé de la banqueta y casi alcanzando la puerta lo encontré. Antonio llegaba, creo que se excusó vagamente por su tardanza pero no puedo asegurarlo porque yo desde entonces, desde que me tropecé nuevamente con su áspera sonrisa, no escucho nada más. Es todavía bello el bello Antonio y tras dejarme de nuevo acariciar he reconocido sus manos de vasco y con ellas la ternura nueva del primer hombre. Y ahora he perdido todo, el oído, el olfato y hasta el recuerdo. Todo salvo la virginidad, por supuesto. Aunque esta vez ha sido muy diferente. Mientras su verga volvía a mi cuerpo ya sin compuertas que romper, regresando a los pasadizos explorados 20 años atrás, tal vez no, sudando entre las sábanas de lino de un hotel de Soho, toda la noche, esta vez chillé. Aullidos de hiena. No de virgen.
Desde entonces no tengo alivio y estoy más rota que nunca. Hasta se me ha olvidado preguntarle a Antonio por qué hace veinte años se volteó y no quiso verme más. Broken. Mis pedazos deberían armar un puzzle, supongo, pero ya no me interesa saber qué hacer con ellos. Antonio, creo, deshace y rehace este puzzle a su antojo, algunas noches, como quien le echa agua al dominó. Just broken. Yo por mi parte sigo chillando. Y a nadie –a mí muchísimo menos- le importa saber por qué.
Odette Casamayor-Cisneros
Miami, 2 de enero 2011.